
Mara es una adolescente típica de esta época alienada yenferma. Tiene dieciocho años, una hermana de quince, padres y abuelos. Bueno, padres en realidad no son. Ya sabemos que ahora son amigos, por lo cual la orfandad de estas criaturas es tremenda; no tienen quien los eduque y los forme, viven en una especie de burbuja aislados de la realidad, sin capacidad para la frustración que, luego, tendrán que afrontar a lo largo de sus vidas y sin saber quiénes son y para qué están.
Cursaba el último año del secundario y no tenía la menor idea de qué iba estudiar después, ni le importaba; pero sus padres y el medio social al cual pertenecía –clase media alta– así se lo pedían. Lo de estudiar no era lo suyo; la escuela, una tortura, y aguantar y escuchar a esa manga de viejos pelotudos enseñándote cosas que no sabés para qué mierda te van a servir…¿A quién le importa la fórmula química del agua o el aire? A nadie. ¿Y el teorema de Pitágoras? De la historia, mejor no hablemos. Que San Martín cruzó Los Andes y que Belgrano creó la bandera… Bravo, muy bien por ellos pero, ¿para qué sirve en el mundo actual? ¡Por favor! Habría que hacer un cambio en la enseñanza y empezar a estudiar cosas necesarias. Claro está que, cuáles eran esas cosas, era harina de otro costal y no tenía la más mínima idea, pero eso decían todos sus amigos de su círculo de pertenencia que eran lo más importante de su vida, junto con el celular.
Su existencia transcurría de una manera bastante previsible, la escuela, los padres, –cuando estaban en casa– los abuelos, en algún cumpleaños o fiesta familiar. A la noche, computadora y televisión, chats, Facebook y un poco de rock. Gracias a Dios, existían los fines de semana. Viernes y sábados comenzaban con una previa y después a bailar con mucho alcohol y marihuana, sexo cuando se daba, no importaba demasiado con quién y música que rompía los oídos y te dopaba lo suficiente para pasar las horas.
Había llegado a la droga, el alcohol y el sexo a los quince y los padres, que no estaban totalmente enterados de lo que pasaba, ni se molestaban en averiguarlo, se decían como excusa, que se es joven una sola vez, que hay que gozar de la vida, que ya tendría tiempo después para madurar y preocuparse.
Típica reacción parental actual, como si luego, de un día para otro, se madura y se aprende a ser responsable, sin necesidad de una formación previa. ¿Creerán en un acto de magia y que una mañana la nena se levanta de golpe siendo adulta? Como es de imaginar, tal educación no puede llevar a nada más que al desastre.
Cuando empezó con la marihuana, sus amigos le dijeron que era como fumar, pero que los boludos de los viejos de- cían que no era así. A ella le importaba un comino y lo hacía porque le producía placer y, ¿para qué otra cosa vivís? ¿Para sufrir? ¡No jodan! Pero había un problema bastante serio, el precio. No siempre se tiene la plata para comprarla y había que conseguirla. De a poco, se fue metiendo con los dealers y estos le propusieron venderla en la escuela y ella la tendría gratis. Negocio redondo. Todo esto se cuenta muy rápido.
Es lo común en el ahora que vivimos pero, si tratamos de ir un poco más allá de las circunstancias, no deja de inquietarme saber cómo se sienten estas criaturas. Aparentemente tienen todo, familia, amor, salud, economía sana, no todos son ricos, un futuro que si quisieran podría ser promisorio y la fuerza joven para lograrlo. Entonces, si todo está bien, ¿por qué resulta mal? ¿Qué es lo que creen que es la vida? ¿Un continuo juego? ¿Un permanecer dejando pasar las horas? ¿Un placer perpetuo? ¿Qué va a pasar cuando el tiempo los lance a la realidad? Ya no serán más el centro del universo de papá, mamá y algunos amigos. Ya no serán especiales sino uno más de los miles que hay en el mundo. Y van a tener que afrontar el mundo y sus frustraciones. ¿Con qué armas? Nunca se las dieron, no los formaron, no les enseñaron que la joda tiene un final.
Pasaron los meses y todo iba sobre ruedas, hasta que el diablo metió la cola. Un sábado, con el alcohol y la droga se pasaron de límite y cuatro amigos de su amado círculo la violaron reiteradamente. Hay que reconocer que Mara era muy bonita y muy deseada por muchos. En la escuela era una influencer y todos querían ser sus amigos. Hasta ahora, ella elegía a quien dar sus favores. Pues bien, eso acabó una noche infernal. De nada valieron los gritos y los intentos de escapar. La droga la tenía dominada y casi no podía moverse. Además, eran muchos y pasó lo que tenía que pasar.
No recuerda cómo llegó a su casa y ese domingo durmió hasta el mediodía con la excusa de que se había acostado muy tarde. Por primera vez, puso su vida entre paréntesis y lloró lo que no está escrito. ¡Habían sido sus amigos! ¡Su círculo de pertenencia! ¡Lo más importante de su vida! ¿Los iba a enfrentar ahora?
Empezó enfermándose para no ir al colegio, pero eso no duró mucho, una semana apenas y luego tuvo que enfrentar lo inevitable. Lo increíble era que todo seguía como si nada hubiera pasado, salvo por las miradas de los violadores que empezaron a apartarse de ella con diferentes excusas.
Resultado, el dorado círculo se agrietó pero nadie comentaba nada. Pasado un mes, no le vino la menstruación. Se asustó y, mucho más, cuando no le quedó ninguna duda de que estaba embarazada. Y ni siquiera sabía de cuál de los cuatro. No podía decírselo a nadie y no sabía qué hacer y, por primera vez en su inútil vida, tocó fondo. ¿Cuál era el futuro? Un hijo a esta edad, amamantarlo, cuidarlo, no más alcohol ni droga, adiós fines de semana y el plus de su círculo que la despreciaría. ¿Se puede vivir así? No lo sabía.
Pero de una cosa estaba segura; esto era el fin de todo lo que había soñado.
El tiempo, con su maldita manía de pasar, hizo lo suyo y Mara no tuvo otra opción que decirle a sus padres que no estaba más gorda, que estaba esperando un hijo. Lo que nunca les dijo es cómo fue realmente. La palabra violación y que eran cuatro, jamás fue pronunciada. La primera reacción fue de asombro, luego de preocupación y cómo iban a hacer frente a semejante hecho, ante el medio social donde se desenvolvían. Lentamente, comenzó a brillar una luz de esperanza. Un niño es una bendición. Lo criaremos entre todos. Será la alegría de la casa y todos los lugares comunes que se dicen frente a tal hecho. Mara dejó la droga y el alcohol y a los nueve meses nació Adrián, un varón. El parto vino complicado porque el feto tenía doble vuelta de cordón y fue necesario hacer una cesárea, pero lo que nunca imaginaron era que el bebé tendría síndrome de Down.
Esto fue para Mara un golpe de la vida que jamás imaginó. Se hundió en una espiral autodestructiva y tuvo que hacer terapia por consejo médico. Pasaron los meses y Adrián fue creciendo. Tenía un ángel, una ternura y una sonrisa imposibles de olvidar. Era la dulzura misma y conquistó a toda la familia menos a su mamá. Mara le dio el pecho el mínimo tiempo posible porque tenía poca leche, así que su madre se encargaba de darle de comer y, poco a poco, volvió al mundo de las drogas y el alcohol.
A los tres años, Adrián fue a un jardín de infantes especial. Estaba en salita de tres y era el más querido por sus maestras y compañeros. A pesar de esa alteración, resultó ser un niño bastante lindo porque sus ojos eran achinados pero hermosos y el resto de la cara era normal. Su dedicación para aprender también era notable. No tenía ni un pelo de tonto.
Mara continuó sin madurar. Con una vida entre el desenfreno y la desintoxicación, sin pareja estable, sin saber lo que era el amor y, a los treinta años, murió de una sobredosis.
Fue el fin de una vida desdichada y absolutamente inútil.
Adrián tenía doce años y comenzaba el secundario cuando, en la fiesta de fin de curso, lo hicieron hacer de Manuel Belgrano y esto le cambió la vida. Comenzó a desarrollar un amor increíble por la actuación y los abuelos decidieron mandarlo a estudiar teatro con uno de los mejores profesores que había, con la esperanza de que éste lo aceptara, dada su condición. Fue una gran sorpresa que el maestro, no sólo lo aceptó, sino que les dijo que este chico era un actor nato y de los grandes. Interpretaba los papeles de una manera nada convencional y con una fuerza de expresión fuera de lo común. Poco a poco empezó a trabajar en el cine y la televisión, sin abandonar sus estudios y un día lo llamaron para decirle que le iban a dar un premio. Nada más y nada menos que el Martín Fierro por el papel de un chico autista en una serie. Fue una bendición, un regalo del cielo, el orgullo de toda la familia. Allí se hicieron presentes todos para la entrega de premios, y Adrián lo recibió entre aplausos y vítores. Terminada la ceremonia, levantó su mirada y, en un tiempo sin tiempo, se encontró con unos ojos que creía olvidados.