La huelga del tiempo

Había pasado mal la noche, como siempre en navidad. Era una fecha demasiado dolorosa para mí, las ausencias se hacían presencias de manera harto angustiosa, los regalos, el arbolito, la comida, la familia y toda la parafernalia del show habitual, solo lograban acentuar mi nostalgia, mi melancolía, el recuerdo de tiempos pasados que jamás volverán. Soy una romántica incurable y no quiero cambiar.

Después del trajín de siempre, me senté para descansar y allí comenzó todo.

El hecho ocurrió como ocurren todos los hechos, de repente. Es necesario un lapso para que, después vaticinemos el antes.

Con la óptica de Nostradamus a contramano se suele afirmar: “Era inevitable. Estaban dadas todas las condiciones para que desembocaran en los hechos que son de público conocimiento”, decían los medios de difusión.

“Dadas las estructuras históricas vigentes, la coyuntura tenía que producirse”, pontificaban los estructuralistas.

“Hace años que estamos empeñados en la investigación profunda y minuciosa del proceso y, si bien no podíamos predecirla con exactitud, no nos sorprende en absoluto”, afirmaban los científicos.

“Hay cosas que no se pueden comprender, que están mas allá del entendimiento humano, pero en la conciencia divina todo tiene su razón. El descreimiento y el pecado reinan en el mundo; era de suponer que dios nos mandaría este castigo”, auguraban los religiosos.

“A mi ellos no me engañan. ¿qué se creen? ¿que uno es tonto? Pero por favor, si todos sabemos que esto lo venían preparandose desde hace tiempo. Tengo un amigo que tiene acceso a las altas esferas y me dijo que no lo comentara…”, rumoreaba el ciudadano de a pie.

Éstas, y miles de explicaciones más, brotaron como hongos después de la lluvia dando vueltas varias veces a la ciudad. Sin distinciones de ninguna especie. Todos vivieron consternados el suceso.

El tiempo se declaró en huelga. Si, tal como suena, en huelga de horas caídas. Al principio, todavía podíamos decir principio, la cosa no pasó de un unánime y molesto golpecito a los relojes, acercándolos al oído o viceversa- según el tamaño- y tratando de darles cuerda.

Ante la inutilidad del gesto, el desconcierto empezó a apuntar muy lentamente. ¿sería el efecto de algún eclipse o algún otro fenómeno cósmico? ¿quizás de algún intento de seres extraterrestres de apoderarse de nuestra ciudad? En cine y televisión, ese tema se había abordado varias veces y de diferentes maneras. Pero ya se sabe que es un fantasía de ciencia ficción. De todos modos, no había que preocuparse demasiado. Seguramente los “entendidos” ya darían una explicación satisfactoria. Claro está que esta esperanza no les servía a los “entendidos” que, totalmente despistados, no sabían para donde tirar. Mientras tanto, algo asombroso comenzó a suceder -es lo último que tuvo un  comienzo- : nadie podía pensar, imaginar, representar o sentir ni el ayer ni el mañana. Todas las citas se borraron de las mentes; todos los proyectos caducaron, solo el fugaz presente se hizo dueño del mundo.

El mundo se presentó manco de futuro.