Cuento La fisgona

Dolores estaba harta de su situación. Nunca su nombre había estado más justificado. Era un nombre que odiaba, pero que no tenía más remedio que sobrellevarlo. Afortunadamente, la llamaban Lola y éste estaba hasta en versos: “…la Lola se va a los puertos y España se queda sola…”.

La caída de la escalera había sido culpa suya y eso la llenaba de angustia. Sus hijos y nietos ya le habían dicho miles de veces que dejara de hacerse la Ana Pavlova y llamara a su mucama cuando quería algo. Su biblioteca es muy grande y los libros del último estante están muy arriba, pero no, -cabeza dura- se subió y la escalera resbaló. Resumen, cadera quebrada y operación. Ahora tenía que estar recluida por un largo tiempo en su sillón.

Lola vivía en un departamento amplio y antiguo que anteriormente compartía con su marido pero, desde que enviudó, era su mundo en solitario, sus recuerdos, sus memorias. Tenía un balcón mediano, como todas las casas antiguas, y estaba enfrente de un edificio moderno de diez pisos con amplísimos ventanales que daban a un espacio con macetas y sillones para sentarse los días soleados. Desde su casa podía ver claramente dos pisos y dos departamentos en cada uno. Allí estaban los dormitorios y los salones comedores, las cocinas, los baños; dependencias de servicio y otras piezas permanecían ocultas.

Hasta su accidente, Lola jamás había prestado atención a sus vecinos. Pero ahora,  con tantas horas sentada en ese maldito sillón y con la ayuda del telescopio que era de su esposo, se había convertido en la versión porteña de La ventana indiscreta, esa maravillosa película de Hitchcock con Grace Kelly y James Stewart. 

Su área de trabajo eran dos departamentos por piso, el séptimo y el octavo. Era increíble la nitidez de la visión, porque si bien la distancia era cruzar la calle, el telescopio le permitía atisbar si se habían afeitado o puesto rimmel. Es lógico que a algo que fue creado para ver las estrellas, la vereda de enfrente le resulte pan comido. En el séptimo “A” vivía una pareja de ancianos de unos ochenta y cinco años y el hombre estaba muy enfermo. Permanecía sentado todo el día en una silla de ruedas y una enfermera le daba de comer. Era un espectáculo lastimoso ver a ese anciano babearse, chorrearle los alimentos por la comisura de los labios y estar casi muerto pues lo único que movía eran los ojos y las manos. A su lado, su mujer leía un libro, miraba tele y lo abrazaba con una calidez que rompía los corazones. En cada beso y cada abrazo cabía todo el amor de este mundo. De tanto en tanto, sacaba un álbum que parecía de fotos, recorría sus hojas acariciando sus páginas y lloraba muy dulcemente. De vez en cuando aparecían un hombre y una mujer de mediana edad, que Lola suponía que serían los hijos, y estaban un rato con él, pero nunca los vio comer juntos o abrazar al enfermo. Una tarde oyó el ruido de una sirena y la ambulancia de emergencias arribó rápidamente. Se lo llevaron y  nunca más lo vio. Su mujer volvió al departamento a leer un libro, ver tele y llorar dulcemente sobre su álbum de fotos

En el séptimo B vivían una pareja y una nena de unos tres o cuatro años. Él sería un hombre de unos cincuenta y cinco años -más o menos- y ella una joven de alrededor de treinta. Él se iba a trabajar a las nueve de la mañana y volvía a las siete. Durante el día, ella se ocupaba de su hija que era lo más malcriado del mundo. Tenía más caprichos que hojas La Divina Comedia; era para tirarla por el balcón. Era realmente desagradable y pegaba unos gritos que no dejaba dormir a nadie en la cuadra. Sus vidas eran rutinarias; por la mañana llevaba al monstruo al colegio -seguramente jardín de infantes- y la iba a buscar por la tarde. Cuando venía el marido charlaban, se tomaban unas copas y cenaban. El engendro se iba a dormir y ellos pasaban a la habitación. Así era la rutina. Lola suponía que seguramente ella iba a un gimnasio, a la peluquería o a un shopping, pero podía ser un prejuicio, no estaba demostrado. Dos veces por semana hacía su entrada un muchacho de unos veinte años que, suponía, sería el hijo de un matrimonio anterior de él. Se hizo toda la película. Hombre rico, casado, de cincuenta, se calienta con joven de veinticinco. Su secretaria quizás, o una clienta. Abandona a su mujer y se va con la joven con quien tiene una hija. Fin de la historia. ¡Qué imaginación frondosa! Tal vez el joven era el hermano de ella o un sobrino de él o vaya uno a saber qué, pero a Lola le gustaba su propio guión. Los sábados por la noche, en la habitación, se besaban y acariciaban, luego bajaban las cortinas y era fácil suponer cómo seguía la cosa.

En el octavo A vivía una pareja de gays que habían adoptado un chiquito. Lola se asombraba de cuánto amor puede caber en este mundo, porque difícil imaginar padres más maravillosos. La dupla la formaba un hombre de unos sesenta años y otro de cuarenta que vivían muy bien, vestían mejor y se veía que el dinero no  faltaba en ese departamento.

El portero, que iba a arreglarle los problemas eléctricos de toda casa vieja, -los cables eran una constante pesadilla- le comentó que el más viejo era CEO de una importante empresa multinacional y que el otro era jefe de uno de los departamentos de venta. Suponía que cuando los porteros se encontraban, los chismes volaban más que los mosquitos y muchas suposiciones suyas luego se confirmaron. No había nada que contar de esta gente. Siempre amables, amorosos, con esa criatura que era un placer ver por lo lindo y lo educado. Iba a un colegio privado -supuso- porque vestía uniforme y casi nadie venía de visita. Para el cumpleaños del mocoso se veían muchos chicos, seguramente compañeros de clase, y regalos y globos por doquier, pero fuera de eso nada pasaba allí, más que amor y paz.

En el octavo “B” el dueño era un hombre de unos treinta años, increíblemente buen mozo, de esos que duelen cuando uno los mira. Tenía al lado de la cama una cinta para caminar y en el living una bicicleta fija. Cuando venía del trabajo, se sentaba y pedaleaba a todo vapor. No podía decir mucho de este personaje, vestía muy a la moda, fumaba, comía poco, veía tele y muy, muy de vez en cuando, leía. Nunca supo cuál era su trabajo, pero lo increíble era el mujerío que llegaba. Día por medio aparecía una chica nueva, todas jóvenes, bonitas y con aspecto de gatos de lujo. Sexo no le faltaba al muchacho. Siempre eran distintas y no creía que les pagara nada. Lo hacían por placer. Un macho así no se encuentra todos los días. Lo raro era la visita, una vez cada diez días, de una mujer de unos cuarenta y cinco años más o menos, muy elegante y bien parecida. Con ella el trato era especial, cenaban, tomaban unas copas y se iban a la habitación pero se cerraban las cortinas y no se veía nada. Lola dejó volar su imaginación y supuso que era una mujer casada que mantenía a este budín para darse el gusto. La verdad, nunca la supo, y la CIA de los porteros no pudo aclarar nada.

Así, sentada en su sillón, veía pasar el mundo a través de su ventana y se asombraba cómo cuatro balcones podían decir tanto de los hombres. Sumida en sus memorias, recordó el verso de León Felipe, el gran poeta sefardita español, titulado ¡Qué lástima!: “Todo el ritmo de la vida pasa por el cristal de mi ventana… ¡Qué lástima! Que no pudiendo contar otras hazañas, porque no tengo una patria, ni una tierra provinciana, ni una casa solariega y blasonada, ni el retrato de un mi abuelo que ganara una batalla, ni un sillón de viejo cuero, ni una mesa, ni una espada, y soy un paria que apenas tiene una capa… venga forzado a cantar, ¡cosas de poca importancia!”