El último café

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Mimí y Alfredo se conocieron en un club donde se bailaba tango. Desde muy pequeño este hombre, hijo de una maestra y un taxista, amaba este género musical porque su madre era una fanática y se pasaba el día cantando los temas de moda y los clásicos.

Mimí era secretaria ejecutiva de una empresa multinacional y cuando venían clientes del exterior, éstos le pedían ir a ver bailar tangos. Así fue como se metió poquito a poco en este mundo.

Alfredo era escribano y los fines de semana iba al bailongo.

Eran jóvenes, amables, simpáticos y no tardaron mucho en darse cuenta de que estaban enamorados. Sus amigos les decían que parecían una ópera de Verdi por sus nombres. Mimí y Alfredo, La traviata.

Luego de dos años de noviazgo se casaron y, como dicen los cuentos para niños, fueron felices y comieron perdices.

Eran muy compañeros, ambos tenían buenos sueldos y llevaban una vida cómoda. La única sombra oscura era que Mimí no podía tener hijos y aunque todos les decían que adoptaran, nunca quisieron hacerlo. Algo así como que, si Dios no les dio, ellos no iban hacer nada al respecto.

Como el tiempo vuela y la vida es muy corta, un día se dieron cuenta que cumplían veinticinco años de casados. La juventud se había ido, pero todavía tenían mucho para dar y esperar.

Qué le paso a Mimí nunca lo sabremos. El hecho es que empezó a meterse para adentro, ensimismarse, estar ausente. Perdió interés en un montón de cosas que hacían juntos. Hasta se cansó de ir a bailar. Esto sí que era increíble.

Al principio Alfredo no le dio mucha importancia, ya sabemos que con la menopausia las mujeres entran en una especie de depresión por los cambios hormonales. Pero la cosa iba empeorando. Ella le pidió tomar un poco de distancia, que necesitaba un espacio propio y que quería por vivir sola un tiempo.

Alfredo, con el alma destrozada, se alquiló un departamento esperando que pasara la tormenta.

Desgraciadamente nunca pasó y una tarde ella le pidió el divorcio. Disculpándose le dijo que él era un hombre maravilloso y un extraordinario compañero, pero que el amor que sentía se había ido para siempre.

Se citaron en un bar cerca de la casa y, café mediante, uno negro y el otro con crema, hablaron y se despidieron.

Inútiles fueron todas las suplicas, el tratar de hacerla entrar en razón. No tenía remedio. Como en la rima de Bécquer, “cuando el amor se muere ¿sabes tu adónde va?”.

A partir de ese momento, el nunca volvió a ser el que era. Es como si su vida hubiera perdido el norte. Siguió trabajando, jamás volvió a tener una pareja. Encuentros ocasionales para satisfacer su carne, pero nada más. Su corazón se fue con ella aquella tarde con el ultimo café.

Por amigos comunes se enteró que ella estaba en pareja con un extranjero cliente de la compañía y que ahora vivía afuera del país. Él era un capítulo cerrado del pasado.

Diez años después de la ruptura, Alfredo empezó a sentirse mal, fue al médico y el diagnóstico resultó ser un cáncer de páncreas. Inútil todo tratamiento, solo quedaba esperar el final y que no sufriera demasiado, para eso existían los calmantes.

Finalmente llegó el día que Alfredo murió. Sus amigos se ocuparon de todo y resolvieron donar la ropa y los mubles al ejército de salvación y a una iglesia que repartía ayuda a los necesitados.

Allí fue a parar todo, libros incluidos. Lo único que se guardaron fueron las fotos, su reloj y un llavero que Mimí le había devuelto. En el cajón de la mesa de luz, su lugar más próximo, encontraron un pequeño marco con un ticket muy viejo de un bar por 2 cafés, uno negro y uno con crema.